jueves. 28.03.2024
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Opinión

El legado de Goebbels o la muerte de Montesquieu

Con todo esto se construyó la nueva democracia, de los pilares caídos de los totalitarismos derrotados
El legado de Goebbels o la muerte de Montesquieu

Hace unos días, más exactamente el 30 de abril, pero de 1945, moría Adolf Hitler, el mayor exponente del fascismo totalitario y uno de los mayores carniceros que ha dado la Historia. Un día después, siguiendo el mismo camino, uno de sus mayores colaboradores, amigo y súbdito, Joseph Goebbels, ministro de Publicidad del Reich, se suicidaba junto a su mujer, después de matar a sus seis hijos. La razón, la aclararía su  esposa Magda, enferma de fundamentalismo: “Nos lo llevaremos con nosotros porque son demasiado hermosos para el mundo que se avecina”.

Con Goebbels moría el máximo artífice de la manipulación social de un régimen totalitario, destinado a extender todos sus tentáculos a cualquier aspecto del poder y el control de la sociedad y el Estado, estableciendo el pensamiento único y eliminado todo aquello que supusiera oposición al mismo.

Tras la caída del Reich, el Mundo se dividiría en dos bloques antagónicos liderados por los grandes vencedores. En Occidente, EEUU, exportaría su gran modelo de convivencia y Estado, el sistema democrático, heredado de sus antepasados europeos durante la Ilustración. Sin embargo, esa democracia había aprendido algunas cosas en su todavía corta vida. Había madurado a raíz de sus propias debilidades, que incluso la habían puesto en riesgo de muerte, en sus principales hogares, EEUU y Gran Bretaña, donde el nacismo tuvo grandes admiradores, aunque luego se tapase bajo un velo de amnesia histórica. Pero no todo murió bajo ese velo, la nueva democracia postbélica nace transformada y los modelos del fascismo y del señor Goebbels sirvieron de inspiración. Se darían algunas reacciones sociales ante lo que se estaba creando, como aquel Mayo del 68, pero al final, las estructuras se fueron asentando en el modelo político occidental e incluso mundial, tras la caída del comunismo.

En España, quizás por la necesidad de una sociedad todavía muy joven en eso de la democracia, bien por reminiscencias del régimen anterior, este nuevo modelo democrático se instauró, llegando a toda su plenitud en las décadas posteriores al amparo de unos y otros, de derechas e izquierdas.

Si Montesquieu afirmó que los tres poderes del Estado debían estar separados para evitar la tiranía y así, cada uno fuera controlados por los demás; el totalitarismo defendió la existencia de un gobierno fuerte, que aunara todos los poderes, para impedir la disidencia en su función plena de gobernar. Pues de este modo, del espíritu del 78 emanó una forma de Estado donde el poder legislativo de las cámaras quedaba bajo el control de la mayoría, que nombraba al poder ejecutivo, el gobierno, y así legislativo y ejecutivo recaían en las mismas manos, las mismas mayorías que luego se encargarían de controlar el nombramiento  de fiscales y de los altos magistrados de los Tribunales Constitucional  y Supremo de Justicia, sólo ante el cual podrían ser juzgados. Es decir, parlamentarios y gobernantes solo podrían se inculpados y recibir condena de aquellos que ellos mismo habían puesto en sus cargos. Y la democracia tomó pues un tufillo a totalitarismo.

De la libertad de pensamiento, se pasó a la disciplina de partido, y todos sus representantes quedaron sometidos a la mano que les daba de comer. Porque la política, de un bien supremo a la sociedad, se convirtió en un oficio, en el que no necesitabas ni formación ni prestigio laboral anterior, tan solo saberte hacer un buen camino dentro del partido. En donde cada partido disfrutaba de un líder supremo a quien seguir sin pestañear, unos signos comunes (himno, bandera, eslóganes, discursos de masas e incluso peinados y vestimentas en algunos casos) y un ideario vacío, que podía cambiarse si era necesario, al que seguir a pies juntillas pasara lo que pasara. Porque cada uno debía ser de su partido hasta la muerte, o por lo menos, hasta que te  hicieras mayor y algo chocho te diera por pensar “cosas raras”.

Los ciudadanos no podían nunca votar a sus representantes y menos a sus gobernantes, pues en su voto solo recaía la voluntad de elegir entre una u otra siglas, que prometían un programa pero que no tenían luego, en ningún caso, la obligación legal de cumplirlo.

Pero ahora es cuando debo volver al señor Goebbels, porque, una democracia tan diferente a la real como ésta, no podría sostenerse sin el control de la opinión social que asegurara su pervivencia. Y así, el periodismo objetivo, que tiene la función de informar y denunciar, es sustituido  por el comentarista, que ya le dice a sus usuarios lo que tienen que pensar para que no hagan mucho esfuerzo en generar sus propias ideas. Del sindicato vertical se pasa a los sindicatos mantenidos con fondos estatales, con líderes que cobran unos sueldos que los alejan tremendamente de aquellos a los que llaman camaradas  o compañeros trabajadores, y que, con cada vez menos afiliados, deciden sobre el futuro de todo el colectivo, bajo el amparo de los partidos con los que comparten siglas e ideología. Los sistema educativos se suceden unos detrás de otros, coincidiendo con el cambio de gobierno, bajo el sustento de la ideología y no del interés común de crear una sociedad libre y formada, que puede poner en riesgo las estructuras de esta tremenda construcción que ante el lector intento vislumbrar. Sistemas educativos creados en despachos donde nunca existió el sello ni la opinión de los verdaderos expertos, los docentes. Y como él dijera, “una mentira dicha mil veces se convierte en una gran verdad”, los medios de comunicación se llenaron cada día de falsos mensajes y bulos, lanzados desde arriba, para que el  conjunto lo asumiera como grandes verdades.

Y así, solo faltaba un último aderezo para crear el plato perfecto, la manipulación del Estado de bienestar, que asegurara un mínimo de nivel de vida a toda la población, pero que se convirtió también en una herramienta perfecta para crear una sociedad distópica, homogénea y adornada en una falsa equidad y una forzada armonía. De un modo que, como al perro al que se alarga el collar dándoles una falsa sensación de libertad, se permitía opinar y protestar, pero siempre “todo en el Estado, nada fuera del Estado y nada contra el Estado”. Las acciones activas de cambio desaparecieron, simplemente por miedo a perder esa situación de bienestar material conseguida (mi coche, mi casa, mi tele, etc). Un sociedad indolente que justificaba la corrupción de los de arriba porque, en mayor o menor medida, compartían con ellos la misma relajación moral. Se crearon sus propios ídolos, y los sabios, filósofos,  intelectuales o expertos que aportaban desarrollo, reflexión y cambio, quedaron para ser usados en citas de ensayos académicos y discursos,  mientras se les sustituía por otros más acordes con el sistema: famosos del corazón, ricos sin esfuerzo, youtubers vacíos, chicas y chicos guapos, y sobretodo fútbol, mucho fútbol.  Una sociedad deshumanizada e individualista.

Con todo esto se construyó la nueva democracia, de los pilares caídos de los totalitarismos derrotados. Y Montesquieu murió bajo el legado más práctico de Goebbels, dentro de un contexto en donde quizás fuera necesario.

Pero se habrá dado cuenta el lector, que escribí todo el tiempo en pasado como si esto fuera un hecho que ya nada tenga que ver con nuestro presente. Discúlpeme entonces, al dejarme llevar por la esperanza de que la crisis actual nos haga despertar y todo empiece a cambiar,  enterrando, de una vez por todas, al maldito Goebbels y resucitando al tan añorado Montesquieu.

Autor: Enrique Toscano