miércoles. 24.04.2024
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El cuerpo y los arpones

La última vez que fui a ver a la psiquiatra esta me hizo subirme la camiseta para mostrarle qué era eso de lo que me avergonzaba tanto. Fue dos semanas antes de que se decretara el estado de alarma
El cuerpo y los arpones

La última vez que fui a ver a la psiquiatra esta me hizo subirme la camiseta para mostrarle qué era eso de lo que me avergonzaba tanto. Fue dos semanas antes de que se decretara el estado de alarma. Me señalé unos pliegues en la piel, argumentando con un discurso inapelable, desenredando una teoría macabra que me situaba a mí como un ser deforme, desagradable y horrendo. Ella no pudo evitar reírse, y yo me tapé lo más rápido que pude, volviendo a sentarme, dejando las manos posadas sobre ese vientre que tanto asco me genera. Seguimos con nuestra conversación.

Yo como paciente, sacado completamente de mis estudios de Psicología, atento a las herramientas que usaba esa profesional de la psiquiatría para desmontar la realidad en la que yo llevaba años trabajando. Al final de la charla nos dimos la mano e hicimos un trato. Quedamos en volver a vernos el 16 de marzo a las 13:30 horas. Ese encuentro no llegó a producirse, el viernes anterior se había puesto en aviso a la población, se les había informado de que era obligatorio permanecer en casa. El resto es una sucesión de acontecimientos que todo el mundo conoce.

Mi psiquiatra me llamó por teléfono el 16, pero no a la hora acordada. Hablamos 4 minutos, creo que no recordaba bien mi caso, se le notaba más concentrada en aparentar una calma imposible ante lo que debe ser sentirte responsable de cientos de pacientes con problemas psicológicos a los que debes de “tranquilizar” por vía telefónica, diciendo que volverás a verlos cuanto esto acabe. Fijando una cita para un mayo inimaginable e impredecible. Yo, queriendo ser lo más empático posible, le dije que tenía controlada mi situación y que seguía intentando cumplir nuestro trato. Fijamos una nueva cita, esta vez para un postapocalíptico 13 de mayo, a las 13:00 horas.

Han pasado varias semanas, no quiero contar el número exacto de días, no tiene relevancia. En este tiempo nuestro entorno ha dejado de ser un lugar que correspondía a una comunidad o vecindario, seguido de una ciudad o municipio, perteneciente a cierta provincia, en una comunidad autónoma, parte de tal país, para convertirse en un domicilio (físico) y una realidad (virtual) en el mejor de los casos. Las circunstancias particulares son innumerables, pero un hecho indiscutible es que muchas de esas situaciones están viviendo un efecto extremista. Y eso es posible debido a la vulnerabilidad a la que nos somete lo hostil de lo que acaece. Nos sentimos frágiles, corrompibles, más humanos que nunca. Y ante esa vulnerabilidad, lo que nos rodea es más propenso a hacernos daño. Las redes sociales están a rebosar de información de todo tipo, los algoritmos consiguen que, elegida cierta parte de esa realidad virtual, esta se reproduzca hasta la saciedad. Así, si ves vídeos de rutinas deportivas, encontrarás cientos de ellos en las sugerencias, o si son los vídeos de TikTok, serán estos los que llenarán tu pantalla.

La idea de sobrellevar el aislamiento con conductas saludables posee el complemento de la validación social. Cuando vemos a una mujer o un hombre de cuerpos musculados y proporcionados realizando unos ejercicios en casa que nos prometen alcanzar sus físicos, indirectamente, estamos agarrando entre nuestras manos una promesa de aceptación a través de un canon de belleza. Lo mismo con las recetas, lo mismo incluso con los despliegues de creatividad. Todo pasa por una especie de saneamiento, en el que no vale o no hay cabida para lo no normativo. Sumémosle, además, la idea de productividad empedernida que parece imperar.

Por ello, dentro de las casas se produce una singularidad: las conductas y cogniciones que ya eran un problema antes del confinamiento, se reproducen y se extreman en este. Explicado por un proceso muy simple sería que: aparece un pensamiento, este se rumia, desencadena la ansiedad, llevamos a cabo conductas de evitación o consumación para aliviar la misma, tras ello manifestamos arrepentimiento y culpa, y de nuevo el ciclo vuelve a iniciarse.

Entonces, yo me miro al espejo, y trato de desentrañar lo que veo, con unos ojos acostumbrados a unas musculaturas determinadas, en alturas determinadas, con rasgos determinados y no me reconozco, me rechazo, como si lo que me mostrase el reflejo no me correspondiera. Este desajuste viene determinado por años de mala educación emocional, en donde para aceptarme tenía que pasar por la aceptación ajena. Lo que ocurre a continuación es que me voy a la nevera y me abro una cerveza. Los hay que se cambian de ropa y comienzan a hacer flexiones, abdominales, dominadas; los hay que se meten los dedos hasta la garganta y vomitan al límite de desfallecer; los hay que rellenan una olla con agua y la ponen a calentar mientras buscan en la alacena la bolsa de pasta; los hay que se cortan, marcándose, reflejando pequeñas señales de insatisfacción en sus antebrazos; los hay que lloran; los hay que dejan de comer; los hay que amenazan con el suicidio; los hay que no aguantan más.

Lo que sucederá, temo, es que dado que la única realidad (que pensamos que es la verdad) que consumimos es la de Twitter, Instagram, Facebook y demás redes sociales (que más que redes son arpones lanzados con destreza hacia nuestros puntos más débiles), cuando se permita salir, volver a las calles y a allanar los muchos desequilibrios que se hayan producido en lo económico, político y social, no querremos, pues el grado de insatisfacción con nosotros mismos no habrá pasado el raso que se ha ido decretando día a día en los móviles y tabletas, no nos creeremos lo suficientemente buenos, tendremos miedo, estaremos compungidos. La insalubridad psicológica será tal que creeremos que el confinamiento es nuestro aliado, pues nos protege de la vista de los demás (al menos la no deseada, esa que se decide no mostrar).

Sobre el autor: Alejandro Marín es editor jefe y cofundador de Editorial Dieciséis. Autor de "Del hueco al colapso" (Amazon) 2018 y "Ocupando un espacio póstumo" (Ediciones En Huida) 2019. Poeta. Oriundo de Santa Bárbara de Casa (Huelva), de 1993.