martes. 30.04.2024
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Opinión

Don Antonio y su 'Macondo'

Don Antonio y su 'Macondo'

Don Antonio desempeñó el cargo de jefe de estudios durante uno o dos cursos de Bachillerato en el colegio Salesianos de Huelva allá por los inicios de los años 70. Este cura salesiano, que lucía siempre un semblante desagradable y de pocos amigos, y que además repartía hostias a diestro y siniestro cuando supervisaba las aulas, asumió la complicada misión de enseñarnos literatura a unos jóvenes que con 14 ó 15 años, y en los últimos suspiros de la dictadura de Franco, nos estábamos adentrando en un periodo personal, social y político muy convulso que no entendíamos del todo, pero que intuíamos que no iba a tener marcha atrás.

En ese contexto, cualquier bocanada de aire fresco e innovador nos impactaba, y hasta tal punto que aún recuerdo algunos de aquellos libros que nos obligó primero a leer y después a escudriñar para poder elaborar los exhaustivos análisis literarios que nos exigía de forma obligatoria para aprobar la asignatura y que constituían una auténtica tortura, porque, la verdad, entonces no estábamos preparados para digerir el contenido de la mayoría de ellos.

Comenzó con los franceses Marguerite Yourcenar y Françoise Sagan, y su adorable ‘Buenos días, tristeza’, después pasamos por Benito Pérez Galdós, para conocer el extraordinario personaje de ‘Torquemada’. Tras intentar asimilar la devastadora historia del ser humano narrada en ‘La peste’, de Albert Camus, pasamos a la literatura latinoamericana, donde Mario Vargas Llosa, con ‘La ciudad y los perros’, y Gabriel García Márquez, con ‘Cien años de soledad’, nos dejaron sensaciones intensas, extrañas y contradictorias.

No sé si aquel cura comunista que fumaba compulsivamente cigarrillos extralargos marca ‘Feten’, que años después dejó el sacerdocio y se casó con una profesora, consiguió su objetivo de que conociéramos y nos adentráramos en las obras de los grandes maestros de la literatura contemporánea, pero en mi caso, reconozco que algunos de aquellos libros que leí continúan en mi poder y que incluso los he vuelto a releer. No obstante, reconozco que al escritor que he seguido con más pasión ha sido al premio Nobel colombiano. Su dominio del lenguaje y su facilidad para contar historias realistas y mágicas me cautivaron desde el primer día. Devoré ‘Crónica de una muerte anunciada’, por ejemplo, durante uno de los turnos de guardia que realicé en una garita del ya desaparecido cuartel de Caballería de Salamanca, y con el riesgo de sufrir una sanción militar. Sin duda, mereció la pena arriesgarme, porque disfruté con la lectura de sus páginas.

La muerte del creador de la aldea imaginaria de 'Macondo' y del coronel Aureliano Buendía supone el adiós a uno de los escritores más grandes del siglo XX; un escritor que conocí en mi adolescencia gracias al empeño de un profesor de Literatura que, a regañadientes y sin aparentar quererlo, nos transmitió unos valores en la vida a través de la lectura que aún hoy, y con la que está cayendo, mantenemos inalterables.

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