jueves. 02.05.2024
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Es idiota no abrigar esperanzas

Es idiota no abrigar esperanzas

En su libro 'El viejo y el mar', Hemingway describe al protagonista con esta frase que encierra buena parte del sentido de su genial obra: “todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.” Ojos alegres e invictos. Ojos invictos. Invictos. Llegar a viejo con unos ojos así es poco menos que impensable en nuestra cultura. Pero “es idiota no abrigar esperanzas”. Ese pensamiento tuvo el viejo Santiago cuando los tiburones perseguían su barca para devorar el gran pez que había pescado en alta mar, después de 87 días sin pescar nada en las playas. Toda una lección de moral.

Dentro de 36 años, en el 2050, habrá más ancianos que jóvenes. Lo dicen estudios de investigación que se han publicado recientemente. Desde hace cierto tiempo se constata que se pare menos y se vive más, o dicho técnicamente “se registra un bajo índice de natalidad y un incremento de las expectativas de vida”. El paulatino envejecimiento de la población es un hecho que preocupa, sobre todo desde una perspectiva económica que supedita todo – lo humano y lo divino - a la rentabilidad o a la falta de rentabilidad. En este sistema los viejos rentan poco. Y lo que poco renta de poco sirve. Sin embargo “es idiota no abrigar esperanzas”, de que un mundo distinto sea posible, porque cuando se aprende a vivir con conciencia del inapreciable valor de lo humano cambia la cosa. El auténtico desarrollo no ha de tener como primer indicador de bienestar el PIB (Producto Interior Bruto) sino al IDH, el Índice de Desarrollo Humano. Hay problemas que son meros reflejos de un esquema de pensamiento, hasta el punto de que si se cambia el pensamiento el problema desaparece, y con él conflictos y preocupaciones que provocan mucho, muchísimo, sufrimiento inútil.

Nuestro tiempo está plagado de sufrimiento inútil que tiene que ver con la edad y la pérdida de la tersura en la piel. Parecer joven se ha convertido en una identidad “inducida” por el sistema económico, creador de la estética de la apariencia, una manera de percibirnos que nos introduce en un cerco de intereses comerciales, fortificado por el mercado publicitario: ungüentos, cremas, provitaminas, aparatos estáticos, quirúrgica, dietas y estilismos. El consumo hurga en nuestros bolsillos y a la vez le hace el vacío más ostentoso a nuestras neuronas. A los sesenta aparentamos cincuenta, a los cincuenta cuarenta, y casi nos juntamos con los jóvenes, que aún pasando de la treintena son aún tenidos por tales. Lo peor del asunto es que junto a la exaltación de lo joven que nos invade nos invade también el miedo a la vejez. Tanto que nos suena bastante cursi, o ridícula, la idea de que la vejez es el tesoro de vida que es. Y sin embargo muchas culturas antiguas y disciplinas espirituales lo pregonan y demuestran.

Lo que nos quitan y a la vez nos dan los años puede saberlo cualquiera que haya superado, como yo, la cincuentena. A esta edad sabemos bien que ningún potingue aporta luz y serenidad de espíritu para gozar del ahora, ninguna crema da elasticidad de ánimo para no apabullarse con las cosas propias del vivir, que no hay cápsulas bicolores para aceptar a quienes son diferentes, ni bebidas isotónicas que restablezcan las sales minerales del sentido común, cuya carencia a veces nos asola a diestro y siniestro. La felicidad es una actitud, una conciencia, un logro cotidiano independiente de la edad. Porque como escribe Hemingway “un hombre puede ser destruido pero no derrotado”, es idiota no abrigar esperanzas sobre la llegada de un sistema económico político que nos ayude a vivir con alegría y víveres suficientes cada edad.

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