sábado. 20.04.2024
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Juan Rosa Gómez Moreno: "La libertad estaba en La Raya"

A caballo entre un relato vital y una entrevista, Juan Rosa Gómez Moreno, ex alcalde comunista de El Almendro, revive a sus 93 años los años duros de la posguerra y el estraperlo en La Raya, entre Huelva y Portugal. Condenado por sedición, encarcelado y preso en campos de trabajo franquistas es la memoria viva del contrabando.
Juan Rosa Gómez Moreno: "La libertad estaba en La Raya"

Tiene un tinte machadiano Juan Rosa Gómez Moreno (El Almendro, 12 de abril de 1925). Su infancia son recuerdos, imágenes de una España de luto,  de color sepia, reflejo de la poca luz que alumbraba la Nación, repleta de miserias y necesidades: Tiempos duros para una familia de seis hermanos, Lucía, María, Manuel, Francisco, Gaspar y Juan. Los hijos que tuvieron el matrimonio Gaspar Gómez Mora y Lucía Moreno Polo. Había que salir adelante y aquel paisaje cercano a Portugal ofrecía pocas posibilidades, más allá del estraperlo o el contrabando. Allí andaba su hermano mayor, Francisco a quien el golpe militar de 1936 le cogió en Huelva, en la Casa del Pueblo del PSOE llevando café y amasando ideas.

Francisco escapó de los levantiscos y se refugió en casa de la Dolores. Varios meses estuvo escondido sin asomar la nariz. Afiliado al PSOE como estaba era carne de cañón. En esos días de finales de julio de 1936 los registros y las batidas se hacían a cientos por Huelva, buscando desafectos al Golpe y adeptos a la República, masones, socialistas, anarquistas o comunistas a los que pegar dos tiros en las tapias del cementerio de La Soledad.

“Cuando regresó a casa le dijo a mi madre: Aquí está el muerto”, cuenta Juan. La verdad es que casi medio año sin recibir noticias, ni cartas, ni mensajes era tiempo suficiente para pensar que lo habían liquidado. Pero a Francisco, el Cerreño, le quedaban muchas vidas por delante, siempre al límite, cárceles, huidas, guerrilla, partidas de estraperlistas, con la muerte en los talones, campos de concentración, exilio. “Confieso que he vivido”. Hasta el final, en Bruselas en 1983. Volvió a casa. Su hermano Juan lo trajo.

Tiene Juan Rosa una memoria casi fotográfica. Recuerda a sus 93 años los paisajes, los nombres de sus amigos y familiares perseguidos, de las cuadrillas de contrabandistas y estraperlistas que como él se jugaban cada día el tipo y la vida correteando por La Raya, la bendita frontera con Portugal. Literal. En Puebla (de Guzmán) fusilaron a una partida de paisanos portugueses, a los que acusaron de auxiliar a los huidos republicanos de la zona y la constancia de esos fusilamientos no apareció hasta 2014, con las investigaciones del caso de las Rosas de Guzmán, las 16 mujeres fusiladas en el pueblo por los adeptos del Golpe militar franquista.

Su casa huele a limones. “Tenga, llévese unos cuantos”, me dice Juan. Es verdad, los limones están hermosos ahora, en primavera, su primavera.

A los 93 años, este militante comunista que fue alcalde de El Almendro en plena Transición y más allá es la memoria viva de La Raya, del contrabando, del estraperlo con Portugal, del camino de la subsistencia, la libertad, para muchos la línea que separaba la vida de la muerte. Una muerte que evitaban gentes como el portugués Joao Carrasco en su casa, siempre abierta, acogedora, un refugio en Santana de Cambas.

En su casa, austera, acogedora, familiar, muy familiar, con ese encanto y esa paz que transmiten las fotos en blanco y negro y los muebles de toda la vida, apoyados sobre muros robustos y gruesos, están el Che, la Pasionaria, el Guernica, Fermín Galán Rodríguez y Ángel García Hernández, los capitanes de la sublevación de Jaca. Y un montón de fotos de su mujer, su hija, sus nietos y sus bisnietos, su pasión.

Dijo el poeta que su juventud fueron veinte años en tierras de Castilla y su historia algunas cosas que recordar no quiero…. Pero Juan lo recuerda todo, lo dibuja con su mirada y sus expresiones. Es muy expresivo. Hasta sus silencios ofrecen respuestas que luego no son monosílabos, no, son frases largas, extensas, argumentos y relatos de una época que se va entre las manos, que se pierde como la mirada en el limonero.

Capaz de leer apenas sin gafas, sin lentes, sin lupas y caminar ayudado con un bastón se ha convertido en un lector empedernido. “Leo mucho”. Lo último, un libro de su amigo de Ayamonte, el poeta Eladio Orta. Un título muy familiar para él: El camino de la Raya. Memorias de La Raya. Su casa. Es protagonista de ese y otros relatos. Cuando fue joven, lleno de brío y de ilusiones que ahogaron a tiros y en mil persecuciones. Vive, de milagro.

Esa Raya que le llevaba a Portugal, su refugio junto a sus hermanos, ese país que adora y que luce con olor a esos claveles que se alzaron sobre fusiles aquel 25 de Abril, Grándola vila morena…. Tiempos de estraperlo, de contrabando en los que la cuadrilla de Juan Rosa recorría sin descanso la distancia que separa Beja (Portugal) de Hinojos (Huelva, a las puertas de Sevilla), 224 kilómetros, cargados como mulas. “Llevábamos de todo, café, azúcar, garbanzos, pieles, medicamentos… veinticinco kilos cada uno a la espalda, la mayoría de las ocasiones sin mulas ni caballerías”, recuerda ahora Juan desde su sillón.

Parece algo irreal verlo en calma después de ese trasiego vital. “Lo conocíamos todo,  los caminos, las vueltas de la guardinha, de los guardias civiles”. Y se lamenta. Tiene clavada una espina en la memoria de aquellos días tras conocer el fatal destino del autor de Vientos del Pueblo, comunista como él. “Ay! Si Miguel (Hernández) tira por esta ruta en lugar de irse sólo, acechado, perseguido, por Valverde y Aroche. Lo llevamos a Lisboa… Nuestra partida, la de Francisco… ayudaban a todos los huidos que escapaban y buscaban la frontera, se metían en el grupo y pasaban La Raya de nuestra mano. Tantos y tantos consiguieron esa ansiada libertad que le faltó al poeta de Orihuela” (Tu pueblo y el mío).

Nada menos que casi dos décadas estuvo en el contrabando de café, un mundo peligroso por donde se escapaban tiros y muchas persecuciones. Días, noches de insomnio, viento, frío, calor, vadeando riberas cubiertas y encharcadas, con una cordada de lado a lado…. Y la carga, que no se quedaba atrás. Cuántos kilómetros, miles, caminando con la carga a cuestas, incansables.

Se llegaron a juntar en su partida hasta ochenta hombres cargados de mercancía a sus espaldas aunque lo habitual en cada travesía era una veintena. Allí estaba su gente… El Gato, Ramón el de la Pilar… “Sigilo, conocimiento del terreno, discreción, mucha discreción, algún soborno, que los hubo. Esas eran nuestras armas más eficaces”. Y las cargas, la más difícil y complicada: “Una de baterías de coche, el peso, se te clavaban en la espalda (así la tengo, machacada), el ácido que soltaban, con el calor, te quemaba las carnes, el pellejo”.

Hoy Juan Rosa tiene secuelas de todo aquello y quién no. El esqueleto entumecido, los huesos chirrían, se le quedan pillados al moverse pero se levanta, da su paseíto, corto, y se asoma a la calle de El Almendro. Todo el que pasa le saluda, le aprecian en el pueblo. Luego llega su cuidadora enviada por la Ley de Dependencia (que buena idea) y su hija Lucía. Juan se mueve en su decorado de recuerdos, en una especie de tramoya hogareña que ha visto pasar varias generaciones.

El contrabando se lo dio todo, la libertad, el conocimiento, la sabiduría que atesora este alcalde en retirada. Un deseo Juan: “No volver a vivir todo aquello, era una situación caótica, demasiado peligrosa”.

No fue solo el contrabando, la Guerra Civil, la represión sobre su familia y la persecución por sus ideales comunistas, socialistas, republicanos, la posguerra, los tiempos del hambre, lo que soportaron en su casa. En 1945 con la Nueva España franquista en su esplendor su Quinta fue llamada a filas. Eran los años del hambre dura, de la escasez, una famélica legión de represaliados, de perseguidos, condenados, presos de izquierda, internos en campos de concentración primero y de trabajo después morían en las cárceles sin perdón, de hambre y enfermedades, hacinados, sin alimento posible. Juan llega al destacamento de Ferroviarios de Cuatro Vientos. Allí vive una experiencia que le marcó para siempre.

“Nos mataban de hambre, el rancho no es que fuera escaso, no, es que venía podrido, lleno de gusanos”, adelanta Juan antes de anunciar la que se avecina. “Tan desesperante era la situación que soportábamos los soldados que organizamos una revuelta en la Compañía”. Una revuelta en pleno Ejército de Franco y en el interior de un acuartelamiento militarizado. Las consecuencias estaban cantadas.

Así que aquella Compañía de soldados hambrientos se plantó en el barracón que hacía las veces de comedor y se negaron a comer aquellos alimentos podridos. “Mire, todo aquello en silencio cuando pusieron el rancho… y de pronto comenzamos a tocar y formar ruido con la cuchara golpeando los platos. Los militares no daban crédito a lo que pasaba… uy, uy, uy! Una revuelta en un cuartel de Franco. Nos juzgaron por sedición, a mí me condenaron a seis años de cárcel al igual que a otros y al cabo le cayeron 20 años. Luego supimos que aquello lo prepararon bien. Pidieron información a nuestros pueblos y desde aquí, desde El Almendro, y desde Puebla de Guzmán mandaron, esa gente que se decía de bien, una información inequívoca: éramos de significada ideología izquierdista”.

Para que más. Juan y sus compañeros acabaron en un campo de trabajo de la Compañía de Ferrocarriles en el centro de la península. Estrenó la década de los 50 del siglo XX en la cárcel.

Después de aquella aventura Juan Rosa sigue con su lucha, sus reuniones clandestinas, organizando su Partido Comunista hasta que muere el Dictador Franco y llega la democracia. Tiempos nuevos en los que Juan Rosa se convierte en uno de los referentes andaluces del PCE y en alcalde de El Almendro. Un pueblo andevaleño de 800 habitantes, de calles calmas, blanco, con molinos como los de Don Alonso y un mercadillo de huerta que es un primor. Allí, desde la Alcaldía, le cobró sus impuestos hasta al cura por unas obras que hizo en la iglesia. No lo entendía, el sacerdote, claro.

Desconfía del ambiente patrio, le duele la juventud parada, la precariedad y ese tufo a corrupción que parece impregnarlo todo. Ah, y el problema catalán: “Parece mentira que más de cuarenta años después de la muerte de Franco no sean capaces de solucionar las cosas hablando, dialogando”.

Ahora es primavera y su casa huele a limones. En su vida sopla el invierno pero el limonero de su patio es de oro, repleto de frutos dorados sobre sus ramas y hojas verdes. “Que no se le olviden, llévese unos cuantos, saben muy bien”. Qué razón tenía, olían a gloria, a flores de limón.

Veo a Juan Rosa caminar por el patio, lento, y me lo imagino en aquellas cordadas de La Raya vadeando el Chanza… la vida.