viernes. 26.04.2024
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La crisis del coronavirus desde Isla Chica, el barrio más poblado de la provincia

Quiero ver en primera persona cómo se vive la crisis del coronavirus en la barriada más populosa de la capital. Televisiones, radios y prensa llevan horas informando sobre el impacto del Covid-19. No se habla de otra cosa.
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La crisis del coronavirus desde Isla Chica, el barrio más poblado de la provincia

Son las seis de la tarde del jueves 13 de marzo. Desde la iglesia del Rocío observo Isla Chica en movimiento, en hora punta y con su arteria principal, Federico Molina, menos concurrida de lo habitual. Es el barrio más poblado de la provincia: casi 28.000 personas de todo el mundo conviven en cientos de bloques de pisos que conforman las 157 calles. Es un barrio obrero, el segundo centro de Huelva, pero con menos renta media; unos 11.000 euros al año por persona. Ni mileuristas.

Quiero ver en primera persona cómo se vive la crisis del coronavirus en la barriada más populosa de la capital. Televisiones, radios y prensa llevan horas informando sobre el impacto del Covid-19. No se habla de otra cosa.

Primera parada, una farmacia cercana. Un joven atiende al público. Mientras espero, dos señoras preguntan por mascarillas. No quedan. Y así hasta medio centenar cada día. El farmacéutico me explica que tampoco tienen gel desinfectante. No dan abasto desde que explotó la crisis: “Y eso que ahora los vende Mercadona, pero la gente está haciendo cola antes de que abra para conseguirlo y se acaba rápido”.

Nos interrumpe Dominga, ecuatoriana de unos 60 años que lleva veinte en Huelva. Ni rastro de acento. Viene de otra farmacia buscando mascarillas y gel, pero se tiene que conformar con guantes de látex que es lo único que ha dejado la muchedumbre. “Tengo un negocio y las niñas tienen que protegerse porque andan con dinero”, me explica.

Sigo el recorrido y me adentro en una calle aledaña donde hay uno de los gimnasios más conocidos del barrio. Apenas diez personas practican deporte y son las seis y veinte. Sus responsables están preocupados porque a esa hora no se cabe en la sala. Y para colmo, llevan todo el día gestionando bajas de usuarios que no piensan ir más, al menos durante este mes: “Seguimos las recomendaciones, pero en un sitio así es imposible no tener contacto”.

En mi camino me detengo en la puerta de la confitería La Victoria. A esas horas es imposible coger mesa, pero hay al menos cuatro libres. Cualquier día, sin psicosis, Isla Chica está en plena ebullición. Más con la primavera a la vuelta de la esquina y con temperaturas más propias de junio.

Llego a la iglesia del Sagrado Corazón de Jesús, en el antiguo barrio de El Polvorín, cofrade donde los haya. Dos hermanas de la Hermandad de la Cena merodean por los alrededores. La rampa ya está instalada para que los pasos puedan salvar el desnivel del templo con la calle. Los cofrades están muy preocupados porque, por explicarlo gráficamente, está lloviendo por Ayamonte y la cosa pinta mal.

“Nos daría mucha pena que se cancelara la Semana Santa, pero lo entendemos. Lo primero es la salud”. Siguen andando al mismo paso de nazareno que llevaban antes de asaltarlas cuaderno en mano, y continúan la conversación. “Y los negocios, y los negocios…”.

Dentro de la iglesia una mujer. Le reza a La Victoria y seca sus lágrimas al mismo tiempo. Silencio de monasterio. Salgo por la puerta lateral de la parroquia.

Los comerciantes no quieren alarmar a pesar de la calma tensa que se nota en el barrio. De hecho, aún no he encontrado ni un cartel con la palabra maldita, ni un bote de gel para los clientes o algún dependiente con mascarilla.

Cruzo la calle para acercarme al parque de juegos que hay en plena plaza del antiguo estadio. Varias madres y un solo padre ven brincar a sus peques. Una de ellas observa a su hija de seis años mientras me explica que normalmente hacen cola para subir al tobogán y hoy apenas hay una docena de niños. “Creo que se le están dando más importancia y hay un malestar colectivo insoportable. Yo no quiero que se suspendan las clases como piden otras madres”. Son las siete, hora y media antes de que el presidente de la Junta anunciase el cierre de los centros educativos.

Camino hasta José Fariñas, la segunda calle más transitada del barrio. En una herboristería anuncian disponer de mascarillas y más adelante, en la misma acera, un bazar chino hace lo propio. Entro a preguntar si quedan geles. Una empleada, todas van con mascarillas, me indica que los tiene el jefe en el mostrador. Es el bien más preciado en esos momentos. Tres personas lo están comprando a dos euros el bote de 100 mililitros. Solo quedan cuatro.

Me doy la vuelta y cambio de acera nuevamente para poner rumbo a la iglesia del Rocío que fue mi punto de partida. Me llama la atención una tienda de congelados completamente vacía. Su dependienta me asegura que las ventas están cayendo en picado desde por la mañana. Pero hay algo que le preocupa más. Es separada y no sabe cómo lo hará para ir a trabajar y atender a sus dos hijas de 8 y 15 años. Tendrá que ingeniárselas a partir del lunes.

Son las siete y media pasadas. Salgo de nuevo a Federico Molina y continúo hacia arriba. A la altura del BBVA, esquina con Maestra Aurora Romero, vende cupones Dori. Lleva guantes: “Me ha convencido mi marido que es transportista y bastante hipocondriaco”. Le pido la crónica: “Desde esta mañana hay menos gente, sobre todas personas mayores que me compran a diario y que hoy no las he visto”.

He llegado a la iglesia, justo enfrente donde está a parada de taxis. Hay uno libre y me acerco para preguntar. “Le explico, pero sin decir mi nombre”, me avisa. Sin problema. “Estamos tomando precauciones por nuestra cuenta. A nosotros nadie nos ha dicho lo que tenemos que hacer con lo expuestos que estamos”, se lamenta. Moquea sin parar: “Es la alergia, lo que me faltaba”.

Abandono Isla Chica y observo a dos jóvenes besándose. La vida sigue.

Texto y reportaje fotográfico: Joaquín Medina