viernes. 29.03.2024
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Opinión

¡Lucha!

Puedo ser un agresor, soy un hombre.

Las mujeres deberían cuidarse de mí, recelar, mirar con tiento, con tino, a este individuo y a cualquier otro hombre de los que tengan alrededor.

Las sociedades todas, son machistas. Nos educan en desigualdad a hombre y a mujeres. Unos y otros recibimos impulsos diferentes en todos los órdenes desde que nacemos. Es más, hay sociedades, a día de hoy -y somos conscientes de ello- que en sus núcleos más tradicionales, más arcaicos, en muchos pueblos y aldeas aisladas, cuando el primogénito no es un varón, simplemente matan a la niña recién nacida: dicen que nació muerta. No estoy soñando cuando digo esto ni agarrado al hilo de la ficción. Simplemente, la exterminan, la quitan de enmedio, la matan decía, ante la anuencia de todos.

Pero, aunque este asesinato selectivo no se de en forma generalizada afortunadamente, en el resto de sociedades que habitamos, el proceso de aculturación y también la legislación vigente coloca siempre a la mujer en una situación de desventaja en la parrilla de salida hacia la vida, hacia el desarrollo individual como ser humano en condiciones de igualdad y equidad.

Las consignas de origen consuetudinario que se reciben en la familia, la ropa con la que nos visten, el reparto del trabajo en la casa o la educación en valores diferenciada, hacen que hombres y mujeres adquieran unos hábitos en donde la predominancia del hombre siempre está por encima de la opinión de la mujer.

¡Soy un hombre, mujer! Me educaron para darte órdenes, para que, siempre, siempre, estuvieras de alguna manera obligada para con mi género. -dicen, podrían decir o piensan la mayoría de los hombres.

El año que viene, si llega, quien escribe esto será sexagenario. Recuerdo cómo en la casa de mi niñez, ubicada en un pueblo de la baja Andalucía, mi madre y mis hermanas eran quienes hacían y nos servían la comida a mi padre, a mí (el primogénito) y a mis hermanos menores, por ese orden. También nos hacían las camas, estaban a cargo de la limpieza de la casa e, incluso, cuando era menester, limpiaban nuestro calzado.

Nací, crecí y me eduqué, en ese ambiente, mujer. Por eso no deberías confiar jamás en hombre alguno, tampoco en mí.

Y aunque las Constituciones democráticas (esto no es una ambiguedad, las hay que no lo son) han venido a paliar, al menos a tenor de la letra impresa, esta degradante circunstancia, la realidad es que las conductas machistas, retrógradas y contrarias a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, siguen formando parte del pensamiento y de la conducta de los hombres; que, en los hondones de su comportamiento anda escondida, agazapada, una como chispa de cólera dispuesta a saltar sobre la mujer e imponerse a ella.

Así mismo, a pesar de que la Ley prodigue la igualdad de hombres y mujeres (da hasta vergüenza tener que escribirlo), lo cierto es que todas las estructuras de poder, con honrosas excepciones, son machistas.

Los chistes, los comentarios jocosos, la educación reglada, las religiones, los anuncios audiovisuales, incluso el lenguaje... está conjurado para que el hombre sea dominante y la mujer pasiva.

Y hace mucho tiempo que es hora de la rebeldía, de sentir el orgullo de ser mujer y proclamarlo y ejercerlo, de mirarnos y entendernos como seres humanos en condiciones de igualdad, con los mismos derechos y las mismas obligaciones.

Las penas contra los que vejan, insultan, degradan, agreden o asesinan (esa es la palabra y no otra) a las mujeres, han de endurecerse hasta el límite de lo posible en el ordenamiento jurídico. Y si la legislación no recoge la gravedad de estas circunstancias, pues hay que cambiarla, sin más preámbulos ni esperas.

Las religiones (no hay más que leer sus textos), la política (ésta de forma más sibilina) y la economía (por cuestiones monetarias al no equiparar los sueldos de unos y de otras) prefieren sociedades machistas. No hay que ser un lince para darse cuenta de que los tres estamentos citados sacan rentabilidad con el mantenimiento de la actual situación.

Tampoco estoy convencido de que una sociedad puramente matrialcal fuera mucho más igualitaria en términos de equidad, pero lo que sí afirmo es, que la sociedad patrialcal no lo es.

Por eso, mujer, no te fíes de mí: no lo hagas tampoco con ningún otro hombre. Recela siempre aunque sea tu compañero, aunque te repita una y mil veces que te quiere. Lucha, modifica, cambia las estructuras, exige ser lo que eres, un ser humano con todos sus derechos; porque, dentro de nosotros, los hombres, hay una semilla maldita que busca tierra fértil en donde germinar.

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