Verano de 1.944. Huelva delimita al Norte con el cementerio de San Sebastian, en el barrio del mismo nombre y el huerto Paco; al sur con la dársena del rio Odiel hasta unirse con su hermano, el Tinto, en la Punta del Sebo; al Este con el Barrio de Las Casas de Los Ingleses y otras huertas como las de Mena y campos donde se adivinaban el nacimiento de extrañas y aisladas edificaciones y al Oeste con la marismas y la ribera ribeteadas de tachuelas poblacionales con casitas de maderas ganadas al agua como La Navidad, Cardeñas y el Muro Bajo hasta el mojón delimitador del Humilladero de La Cinta bajo y en los terrenos de los Zalvide.
Huelva olía, en aquellos 40, a salitre y brea, a miseria y miedo. Una Huelva perdida a su destino de post guerra que vivía del mar dándole la espalda a l a misma como si le tuviera miedo. Ese puerto de enclave privilegiado, resguardado por su ria de lejanas tempestades había sido testigo mudo de la llegada de cuerpos rígidos envueltos en mantas y plásticos y de llantos plañideros y plegarias a las profundidades de la vecina isla de Bacuta. Aquella Huelva eterna para los que no tenemos otra cosa que agarrarnos a la memoria y al gris. Dejemos el rosa para los poetas.
Nuestro hombre, Juan Martín Duran nació en la céntrica calle Vázquez López cuando ésta era frontera, utilizando el barrizal denominado como avenida de Italia, por estar el consulado italiano y el nazi en ella, con las marismas ennegrecidas por el carbón y el mineral procedente de Thársis y Riotinto. Su padre, el señor Martín, era chatarrero y tenía la chatarreria cerca de la casa y la prole a su cargo era de su señora y tres hijos, una de ellos niña. Aquella chatarreria ubicada en la esquina de la calle Castilla con la de Sevilla, justo donde hoy se encuentra el Surtidor de Gasolina en la Estación de Sevilla, eran muy frecuentada en aquella época de hambre y carestía hasta por los chiquillos que llegaban a ella cargados de gruesas balas de papel mojados en su interior para que pesaran más y conseguir algunas perras gordas o reales y hasta alguna que otra peseta según la cantidad. Años de imaginación rufianesca, de cartillas de racionamiento y de estraperlos. Pero pronto dejo nuestro protagonista el colegio de La Milagrosa, en la calle Murillo, donde su madre lo había matriculado para aprender las primeras letras y números porque la familia marchó a vivir al barrio de El Matadero.
En este barrio de torerillos crece Juan Martín Duran. Aún los ojos se le estremecen al recordar sus calles sin asfaltar en terreno mal ganado a las marismas y las batidas de caballeros escoltando el ganado hacia el Matadero. Los chiquillos subiéndose a los muros para ver a las vacas bravas y mansas, y otros animales de ganadería, ser degollados, abiertos en canal y despellejados. No faltaba al caer la tarde, cuando el carro de las pieles de Apolinar Arenillo salía cargado de ellas, de las pieles, para su curtido, con destino a sus almacenes en la avenida de Alemania, que algunos chaveas hicieran bailar su tela mugrienta a modo de muleta y se tiraran hasta los chiqueros cuando en ella había quedado alguna res brava para ser sacrificada al día siguiente. El resultado siempre el mismo. Las rodillas desolladas de subir los muros por la presencia del guarda, algún pinchazo por el asta del bicho y sobre todo la gloria inimaginable del sueño torero.
Pero el barrio de El Matadero era algo más que un conjunto de casas al albur de éste. Era un barrio proletario, precario y humilde al máximo. Un confín de Huelva a pesar de tener en cercanía El Velódromo o la Alameda Sundheim y como portero el kiosho de Paco Isidro en El Punto. Los terrenos aledaños desecados, donde hoy se extiende el cementerio metálico de las fábricas del Polo, servían de incontables campos de futbol para chavales y mayores. Desde La Pista hasta el campo de El Titán o las zonas de las posteriores Flechas Navales, convertían los fines de semana aquellas duras y agrietadas tierras en sede de los mejores y más populares campeonatos futboleros Y allí nació la afición de Martín por el futbol. Allí por el hecho de que su padre fue durante cuarenta año delegado del Recretivo de Huelva, desde la época de Ramón López hasta José Luis Berrocal. En la temporada del 57/58 comenzó jugando en los juveniles del Punta Umbría para pasar la temporada siguiente al Recre teniendo como compañeros a Marchante. Pérez, Garrido, Santos Gallego o Alcántara. Muchos de éstos llegaron a pasar al prmer equipo, pero Martín tenía prisas por triunfar y decidió marcharse, junto al innolvidable Pepe Rivera, a un equipo capitalino entonces emergente, La Obrera. Era un lateral enjuto y fibroso, de largo recorrido como se le llaman hoy en día, que destacaba sobre todo por su tendencia a incorporarse y correr la banda. Y le llega el premio al año siguiente y el Sevilla de Mark Merkel, el austriaco de acero, le ficha para esa temporada coincidiendo con Moya, el que fuera posteriormenete famoso cantante de Los Romeros de La Puebla, o Achucarro. De Sevilla pasa al Burgos y después al Logroñes.
Juan jugaba al futbol por afición y cuando se sintió cansado de vagar de un sitio a otro, del frío de provincias lejanas, lejos de esa Huelva que tanto llevaba colgada de su corazón de la misma forma que su padre y abuelo portaron durante muchísimos años sobre sus pechos la medalla de la Virgen del Rocío, como Hermanos Mayores, no se lo pensó dos veces y se dejó llevar por la añoranza de la vieja Onuba. Colgó las botas a los 25 años y se entregó en cuerpo y alma al negocio, entonces fructíferos y potente, familiar. Hasta 1.979 trabajó con su padre en la flota de camiones que ya poseía recorriendo, a excepción de Almeria, toda España con los mismos llevando y trauendo chatarras cada vez más pesadas y valiosa, y en las gruas de la empresa. Sin embargo, Juan, entre viaje y viaje, se enamora de una hermosa y bella puntaumbrieña y alos 28 años decide llevarla al altar. de cuya unión se fructificó el nacimiento de un varón y una hembra. Por ello, al tener la familia terrenos en la Pescadería se hizo cargo de el bar El Puerto junto a los jardines. El establecimiento estaba situado en un punto estratégico entre el centro maritimo mercantil que se asentaba en la cercana calle Marina y el Puerto y tenía como novedad que se encontraba abierto las 24 horas del día.
El rostro serio de Juan se abre en una mueca y sonrisa pícara al recordar aquellos días de largo trasiego de gentes de todo color y condición. Las anécdotas se le agolpan en la memoria hacíéndole sonreír. Se turnaba en esta labor con su hermano y con un buen grupo de cocineros y camareros. Por l a mañana el ambiente era de trajin de trato de los “chipichangas”con los extranjeros de los buques para aprovisionarlos, de los marineros que venían a mansalva para se contratados por armadores que recorrían con la mirada sus caras y músculos. Mucho café con churros y mucho más aguardiente de la tierra. A la hora del almuerzo el comedor del interior se llenaba hasta la última mesa por comerciantes y hombres del mundo de los negocios, no solo marítimo, sino de cualquier otra actividad. El Restaurante Puerto había adquirido fama y notoriadad y su carta gastronómica era buscada por los visitantes. Ya por la noche, después de la cena, el ambiente cambiaba por completo. El mundo noctámbulo de los saraos onubenses desembocaban en el local una vez cerrados los últimos cabarets, discotecas o bares y club nocturnos. El ambiente se aromatizaba con los olores de perfumes baratos, de rimel corrido, de wisky nacional bebido en demasía, de cante de guitarra y ojos enrojecidos por el humo y la falta de sueño. Pero todo tiene un fin.
La decada de los 80 trae la tarjeta de visita del cambio de época y costumbre. De pronto todo varía y es distinto. Se cierra el restaurante donde poco después se ubicaría la Universidad a Distancia y Juan, que había terminado la carrera de Perito Mercantil en la Escuela de Comercio que estaba en la calle Berdigón, decide instalarse por su cuenta y empieza a trabajar en el montaje electrónicos en los barcos de Huelva Cádiz. Pero la experiencia del mundo de la hosteleria ha dejado en él una huella y piensa que tiene dos hijos y necesita de una vida más cómoda que le permita estar en casa. Por ello monta por su cuenta en La Plaza Niña el bar el Tranvía, posteriormente un restaurante en el pre parque de Doñana para traspasarlo y coger el traspaso, a la vez, de un bar frente al entonces Estadio Municipal de fútbol. Era la época álgida de la zona de Isla Chica y el bar, por su situación, devoraba todos los minutos de su vida laboral. Había un trasiego profesional que le hacía trabajar día y noche como lo hiciera antaño, esperando que se marcharan los últimos clientes para cerrar. Recuerda que uno de ellos, que venía aconsejado a su estableciemiento desde el Hotel donde se hospedaba, llegó con casi una docena de comensales cuando las puertas estaban cerradas. Era cantante, iba a hacer un programa para Canal Sur en Huelva y le habían hablado muy bien del local. Decidió abrirle. Se llamaba Ricky Martin
Juan Martín Duran se da cuenta que sus hijos son mayores y que poca han sido las atenciones para con su mujer como con sus hijos. El trabajo le había absorbido por completo. Decidió volver a su Plaza Niña y cogió el traspaso de una antigua confitería que reconvirtió en bar terraza, junto a la Magistratura de Trabajo, Las Hermanitas de la Cruz y en un edificio que albergó diferentes delegaciones de La Junta de Andalucía. Y allí, Juan se ha convertido en el punto de referencia de la Plaza donde sus amigos son tantos las Hermanas del Convento como los niños del Colegio María Inmaculada. El rige la vida de la Plaza como conocedor de la misma. Y por ello, cuando sobre antes de las doce de la mañana la clientela se lo permite, se sienta con sus recuerdos y sus añoranzas en un taburete a la puerta de su local, solo o con sus amigos del barrio. En sus ojos tristes y picaros mantienen en sus retinas los largos paseos por la calle Concepción viendo las mujeres de Huelva que para él, son las mas bellas y hermosas del mundo. Y musita entre dientes nombre de bares ya desaparecidos como El Barbi, El Nido, La Esquinita te Espero, El Cádiz, Casa alpresa, El tupi o las tacernas de El Pechuguita, El Macareno y tantas otras esparcidas por la calle San José o la Plaza de La Merced.
Era otra Huelva. Distinta. Para los añorantes, como Juan Martín, la mejor, la que no cambiaría por nada en la vida. La Huelva de los pocos yeyes y de los melenudos contados con los dedos de una mano. La Huelva recoleta. Tu Huelva, Juan.