Cinco días y una noche

Me gustan las tardes noches de agosto cuando voy en busca de su soledad y la consigo. Me gustan las tardes noches de agosto cuando el sol crepuscular cae en su gigantesca bola rojiza sobre el Guadiana perdiéndose en la vecina tierra lusa y me puedo sentar haciendo sin hacer, escribiendo sobre la cabeza de mis recuerdos y moviendo los dedos en el teclado de forma automática que conforman frases del corazón con un solo sentido que solo yo conozco. Me gustan las tarde noches de agosto, Rocío, cuando puedo sacar la vieja carpeta de mi memoria viva y repaso lentamente aquellas instantáneas que solo son mías ya. Ni siquiera a ti te pertenecen aun cuando seas la protagonista.

El tiempo es olvido para el que vive constantemente y sin mirar atrás, porque nada se le ha quedado en él. Atrás. Eso únicamente queda para personas como yo. Para aquellos que guardamos el tesoro de esa última ilusión, de ese fugaz paso de juventud por y sobre tu cuerpo que te hace rejuvenecer y sentirte adolescente sin serlo. Un necio en caída libre. Por eso me gustan las tardes noches de agosto porque quiero sentirme un necio mirando aquellas fotos de tu viaje a París que por un momento fue también el mio. Cinco días para saber quién eras, una noche para amarte y cinco años para no olvidarte. Si, fui muy tonto. No me averguenza decirlo y que tu silogismo emcional también era radicalmente distinto. Cinco días para disfrutar con tus amig@s, una noche loca y cinco años…..

Recuerdo perfectamente la primera vez que te vi en el hall del Hotel. Erais un nutrido y animado grupo cuyas risas y voces destacaban sobre la solemnidad moderna y minimalista de la estancia principal. Estaba en recepción cuando al mirar extrañado por las voces en castellano quedé impresionado por tu forma y manera de reír, de hablar y de los ademanes cariñosos que dirigías a los demás. Se te notaba feliz. Muy feliz. De pronto, te acercaste con otro chico de tu edad hasta donde me encontraba. Entre risas y con un francés un tanto dificultoso le preguntásteis al recepcionista donde se encontraba la cafetería. Tuve que sonreír igualmente cuando Jean Paul, el recepcionista de esa noche, os dijo en tono lento y mezclando palabras galas y españolas, que tendríais que subir a la planta 34 para tomar algo en el Bar Lafayette París o en el Bar la Vue. Cuando os fuisteis le pregunté quienes erais . Por el supe que estabais allí alojado desde esa mañana , madrileños y teníais un pack de cinco días.

Llevaba casi quince días en París por razones de trabajo. Desde que se inauguró me alojaba en el mismo Hotel por su comodidad, servicios y tranquilidad. El Regency París Etoile es uno de esos edificios modernistas parecido al que tenemos a la entrada de Sevilla viniendo de Huelva, con forma circular iconoclástica, de más de 35 plantas que merecen la pena de visitar por sus vistas. A la mañana siguiente, al ducharme me di cuenta que pensaba en ti, en tu risa, en tus muecas, en la manera tuya tan propia de mirar. Volví a sonreír y llamé a recepción para que avisaran a un taxi. La jornada iba a ser muy larga. Por ello, cuando subí de nuevo a la habitación para ducharme y acostarme, aún sin cenar, me volví a acordar de ti y una punzada irracional me golpeó la sien y quise ver si esa noche también estarías en la cafetería. Me duché lo más rápidamente posible, me vestí cómodamente con chaqueta pero sin corbata y sin dejar de mirarme en el espejo del ascensor subí a la planta 34. La panorámica en verdad era extraordinaria en la nocturnidad galardonada de luces por doquier. Un mar regular de pequeñas estrellas amarillentas recorrían el cercano Arco del Triunfo y la colosal avenida de Los Campos Elíseos.

Hacía frío aquella noche de final de septiembre y en el cielo cercano vapores grisáceos partían la negra oscuridad sobre nuestras cabezas. Sin embargo, el moderno sistema de calefacción instalado en el interior de los postes de las pérgolas arábicas que se distribuían por toda la terraza hacía que todas las mesas estuvieran ocupadas por parejas o grupos de aspectos foráneos. Os divisé al fondo, cerca del parterre que dividía la zona de comedor con la de bar-lounge. Se os notaba más relajados, quizás más cansados, pero con el ánimo aún ardiente. Pasee hacia la barra y me senté en uno de los taburetes frente a ella, a vuestro lado. Había percibido las miradas de arriba a abajo al pasar y los posteriores comentarios en voz baja entre vosotras. Pedí a Maurice un wisky doble y me coloqué de tal forma que podía observaros y ser observado. Reí en mi interior ante la práctica infantil que llevaba a cabo. Por un a vez en mucho tiempo, me sentí joven. Discutíais sobre ir a los barrios altos de Montmatre pero tú te negabas junto con otras dos amigas. Decíais estar cansada, que queríais madrugar para ir al día siguiente de tiendas. Mi mirada estaba oblicuamente fija en tus ojos de tal forma que corría el peligro de que se me desencajaran. La tuya se topaba de vez en cuando con la mía ante mi insistencia. Pero bajabas los ojos inmediatamente sin perder la sonrisa. Parecías, cuando ello ocurría, tímida pero no encajaba con tu carácter anterior.

Quedasteis las tres con caras de cansada y recuerdo que no esperé ni un minuto en levantarme y dirigirme a vosotras. Abriste en redondo tus vivos ojos cuando me presenté en perfecto castellano teñido de andaluz. Pensabais que era francés. Quizás por mi forma de vestir, por mi pelo blanco, por mis ademanes. Lo cierto es que ello contribuyó a calentar la atmósfera y alejar los nubarrones de una despedida inmediata. Os hablé algo sobre mi, de lo que hacía por París, a lo que me dedicaba e, igualmente, os pregunté cuestiones de rigor a todas. Pero mis ojos estaban en los tuyos aún cuando mirase a otra. Mi mirada quería atraer tu atención a toda costa pero tú consciente de ello me la rehuías. Afortunadamente tus amigas decidieron decir que era muy tarde y que se iban a marchar. Yo te pedí que te quedaras antes de tomar la misma decisión que ellas que me miraron burlona y picaramente. Encogiste los pómulos en un ademán de incredulidad y sorpresa y levantando los parpados asentistes. Entonces fue cuando la música empezó a tocar la que se convertiría en nuestra canción esa noche. Una música sin músicos ni instrumentos. una melodía sin voces ni coros. Una balada en las que las estrellas resoplaban sus haces de luces entre las negras manchas aformes de las nubes y la luna mecía su media cara sonriéndonos y el aire nos susurraba las notas precisas y adecuadas. Me dijiste que te encantaba viajar en plan loco y cómoda, en zapatillas y vaqueros para pulir las aceras de las ciudades. Que eras madrileña de Madrid; castiza auténtica de la calle de Manuel Malasaña y que habías estudiado Económicas. Tu voz se fue haciendo más suave, recogida y entrañable conforme hablábamos, como si un lazo mutuo de confianza nos fuera uniendo.

Me dijiste que a la mañana siguiente querías ir de compras con tus amigas en el momento que se nos acercó Pierre, el jefe de recepción del local, para decirme que no nos preocupáramos que el personal se había marchado y él iba a hacer lo mismo. Nos dejó en una mesita móvil que había traído una cubitera repleta de hielo cubriendo una sudorosa botella de champagne francés para cuando quisiéramos hacer uso de él. Le agradecí el detalle con una sonrisa y un sincero apretón de manos. Ahora, de pronto, nos convertimos en los únicos y exclusivos habitantes del cielo y de la ciudad a nuestros pies. Era la hora ideal para hablar de nosotros, de nuestras vidas, del pasado, del presente y del futuro largo para ella y bastante más corto para mí. Me reprendías cuando te decía eso diciéndome que era aún joven, que me conservaba muy bien y que lo que valía era la juventud del alma. Y yo me inflaba como un tonto nada más de escucharte. Te indiqué que mañana no podría y al decir esto miré el reloj, ¿te acuerdas?, y rectifiqué el termino por el de hoy pues eran las tres de la madrugada y dentro de cuatro horas tenía que tomar un avión hasta Berna. Pero volvería esa misma noche y que al día siguiente podría llevarte por todas las tiendas del “triangle d’or” de Saint Germain -Des-Prés, a Chanel, Hermés, Cartier o Corven. Tú no te viste, Rocío, tu cara de asombro e ilusión abierto sobre la piel fresca y fría de tu rostro terso. Me apretaste la mano con fuerza para asegurarte que todo ello era verdad. Y yo me atreví a tomártela entre las mías y acurrucarla entre mis labios en un beso sedoso. Te dejé en tu planta, creo recodar que era la veinte, y esperé que te despidieras al salir. Te volviste de pronto y me abrazaste como una niña al padre con mucha ternura y amor. Yo besé tu frente. Al abrir la puerta de mi habitación dudé entre acostarme y dormir un par de horas o ducharme y esperar. Opté por lo segundo. no hubiera podido dormir. Deseaba estar fresco, sentarme al apoyo de la almohada ayudado por una nueva copa de champagne que cogí del mini bar y pensar en tí. No podía ser, pero estaba ilusionado como un imberbe. Tan ilusionado que por primera vez creí quererte.

La jornada había sido realmente dura. Nunca me fueron bien los traslados en avión aunque la distancia fuera corta. El habituarme a pisar tierra que hacía un momento se encontraba a más de mil kilómetros, el ruido diferente de la ciudad y el aspecto o costumbre de la gente se me hacía difícil de digerir. Siempre me había pasado y ni que decir tiene que las largas distancias trans oceánicas se me convertían en todo un reto personal. Recuerdo que de joven, estudiando Derecho en Sevilla, sobre todo en el primer curso, tenía examen de derecho civil por la tarde, todavía con el sol del invierno mantenido sobre un cielo aparentemente azul, y al salir del mismo, ya con la noche coronando los decimonónicos jardines de la Antigua Fábrica de Tabaco, adaptada en preciosa universidad hispalense, los padres de un compañero nos recogieron para llevarnos a Huelva. El estar a las ocho de la tarde en Sevilla y a las nueve y media tomándole la mano a la chica que hacía un mes que no veía se me hacía simplemente incomprensible. Y no llegaban a cien los kilómetros de distancia, pero eran otras carreteras, otros mundos, otras edades que ya nunca volverán, Lo cierto es que aquella noche llegué cerca de las once y mi única obsesión era meterme en la ducha, cambiarme de ropa y subir a la terraza del 37 para ver si te veía. La clientela era casi la misma pero no te vi por ninguna parte. Me acerqué a Pierre a preguntarle por ti y me dijo que no te había visto durante todo el día. Opté por tomarme una copa a pesar de casi no haber comido nada durante todo el día, sentado en el taburete de la barra. El cielo estaba algo encapotado pero la temperatura fresca se agradecía. Prendí un cigarrillo y expulsé el humo hacia la ciudad, abajo, mientras daba un largo trago al licor. Volví a pensar en ti y a preguntarme donde diablos podrías estar para no haber aparecido durante toda la tarde por la terraza y ni siquiera haber dejado una nota. Poco a poco me estaba irracionalmente irritando como un jovenzuelo que su novia deja plantado y de los pensamientos racionales me vi de pronto realizando todo tipo de cábalas juveniles. A la tercera copa la noche había caído sobre su hora bruja y el local comenzaba a despejarse y yo a sentir el baile sonante de mis tripas por la falta de comida y la ingesta de alcohol. Nadie aparecía y nadie iba aparecer ya a esas horas de manera que decidir bajar a Recepción para dejarle una tarjeta. Pierre se despidió atento como siempre con una sonrisa de comprensión en sus labios. El hall estaba prácticamente desierto y con pasos cansados me dirigí hacia la barra de la Recepción. Una bonita francesa de rostro fino y corte de pelo a lo Hardy, delgada y atenta, me atendió a la pregunta sobre si se encontraba en su cuarto la señorita Del Teso negando acariciadoramente la verdad del contenido de su contestación. Tomé una hoja del mostrador, escribí una letras y tras doblarla por la mitad se la entregué rogándole se la remitiera cuando llegara. Me alumbró con su atractiva sonrisa parisina mi vuelta hacia las zonas de los ascensores. Al llamar en uno de ellos pude oír el inconfundible jolgorio de los españoles llegando al hotel y dirigirse a Recepción. Siguiendo mi conducta adolescente dejé el ascensor cuyas puertas se habían abiertos ante mi y casi corrí a esconderme en un pasillo próximo. Desde allí pude contemplar los rostros cansados de todo el grupo, sus ojos rojizos y sus movimientos torpes. La chica que me recordó a Francoise Hardy preguntó por la señorita del Teso y al levantar ésta la mano un poco extrañada, recogió la nota y la leyó ante los ojos interesados de los demás. Les sonrió y volvió a doblar el papel y meterlo en el bolso.

Si Carrillo dijo en su momento que aquél que a los dieciocho años no fuera comunista es que no tenía corazón, yo digo que aquél, sea la edad que sea la que tenga, pasea por la orilla del Sena teniendo de testigo La Tour Eiffel, acompañado de una mujer asido a su mano y con sus cuerpos tan cercanos y tan sensual, no conocen el término sentir amor, o no crean la más bella composición mental sobre él, es que no está vivo. Ella apareció fresca y mordiéndose los labios para ocultar una fingida sonrisa de perdón y el tiempo se volvió color andaluz para mi. Te dije que te tenía preparadas unas cuantas sorpresas y echando tu regazo sobre la mesa me encaraste tus bellos ojos llenos de vida para que te contara algo. Me negué con una sonrisa firme y me devolviste tu respuesta con un pellizco en mi antebrazo que me llenó de amor. Salimos y la calle estaba bañada por una espesa bruma matinal. Salí caminando a la derecha de la avenida sin tenerte en cuenta y a paso firme y ligero hasta que me hiciste parar de un grito. Me volví sonriendo y te esperé. Cuando estuvístes a mi altura te pregunté si podía cogerte la mano y te echaste a reír de mi como una posesa. Me dijiste que no sabías de que mundo había salido, si era un hombre de la generación de su abuelo o me estaba riendo de ella, pero que aun así te gustaba mucho. Recriminándome con tus ojos blanqueados de felicidad tomaste mi mano y echamos a andar.

Te llevé caminando durante todo el día sin que te quejaras. Primero fuimos al Boulevard Haussmann para que conocieras Las Galerías Lafayette. Éste no era ni mucho menos lo más interesante a nivel de moda o de alta costura pero su amplitud y capacidad hacía de él un centro comercial donde poder hallar de todo. Recorriste como niña todos los stands y mirabas todas y cada una de las mercancías perfectamente alineadas sobre los anaqueles. Te recriminé que a ese ritmo no saldríamos de allí durante todo el día, que nos quedaba muchas cosas por ver. Te cogí de la mano con fuerza y te arrastré hacia el centro de la planta baja a pesar de tus quejas. En media hora ya habías comprado tres cosas que hubieras podido encontrar en otros lugares. Me paré en seco y te ordené que miraras hacia arriba y tu mano presiona con fuerza la mía. La cúpula neobizantina del edificio se te apareció mágica, espectacular y grandiosa ante tus ojos que no podían dar fe a tanta belleza. Salimos del establecimiento a la hora en la que lo turistas comenzaban a llenarlo como lugar oficial de visita a la capital. Seguimos andando por la avenida de Haussmann con un cielo incierto e intimo llevados por la corriente de gente que caminaban por todas las direcciones, ¿Donde me llevas? No hacías más que preguntarme. Sorpresa, era mi respuesta preparada. Cuando llegamos a Printemps te dije que aquello si que era ya unos almacenes de verdad. Recorrí los primeros stands contigo para explicarte lo que podías encontrar allí. Era el lugar ideal para que pudieras pararte a ver, buscar y rebuscar en los diferentes y múltiples tiendas donde se encontraban las marcas de moda más lujosas del planeta. Te dije, ¿recuerdas?, que te dejaba a tu aire, que yo iba a aprovechas para tomar un café y leer la prensa en una placita cercana donde te esperaría. Tú aceptaste encantada de tener todas las mejores prendas del mundo a tu alcance.

Estaba bien avanzado el mediodía cuando te vi cruzar el semáforo de la gran avenida adyacente para dirigirte con paso dudoso hasta la plaza en que me encontraba. Sentí un gusanillo de cariño cuando te vi andar hacia mi una vez que me descubríste. Reías y, como una niña, agachabas la cabeza para esconder tu risa. Tus piernas bailaban de un lado a otro como los dos brazos abiertos y colgantes cargados de bolsas. Estabas preciosa y parecías a mis ojos una muñeca con vida. Tiraste las bolsas sobre la silla, a mi lado, y te dejaste caer sobre la tuya cansada y jadeante como si hubieras realizado el mayor de los esfuerzos. Sin dejar de sonreír, maliciosa, me contaste en una retahíla sin fin todo lo que había visto y lo que habías dejado de ver. Lo amable de las chicas y el interés de los jóvenes dependientes por atenderte y enseñarte toda la mercancía. Todo era glamour allí dentro, elegancia y distinción. Te habías arrepentido de echarme cuenta y no haberte vestido como Dios manda, con tu traje de chaqueta de entretiempo y tus buenos tacones. ¡No se podía ir a esos sitios de cualquier manera! Intenté decirte que eso era lo de menos, que lo importante era ir cómoda y llevar una buena tarjeta de crédito.¡ Eres insoportablemente cínico, Miguel! Contestaste con un malhumor repentino. Reí con sonora carcajada ante tu salida. Aún no me habías dicho siquiera lo que te habías comprado y ya estabas en la retaguardia como si yo pudiera o tuviera derecho a reprenderte por ello.

Eran cerca de las tres de la tarde cuando llegamos a uno de los pocos restaurantes que aún continuaban abiertos. Entramos en La Maison de le Gran Pére, una especie de establecimiento decimonónico donde todo olía a vejez y limpieza, de mesas pequeñas típicamente adornadas por manteles a cuadros azules, rojos y blancos y un jarroncito con flores blancas frescas en medio. Eramos los únicos clientes del local y nos excusamos ante el propietario por nuestra tardanza. Al escuchar mi francés, totalmente entendíble, pero falto de la musicalidad original, el hombre se estiró con sus gruesas manos morenas la chaqueta blanca y sonrió elevando los párpados dando a entender que nos comprendía la tardanza por el hecho de ser españoles y nuestra manía de comer tan tarde. Le dejamos a él el trabajo de elegirnos lo más selectos de la casa y lo mejor en tinto de su bodega.¿Te acuerdas como me mirabas sin entender nada? Los entrantes y el típico y tópico foie los untamos con el exquisito panecillo francés e ingerimos el sabroso burdeos con deleite mientras hablábamos de mil cosas a la vez. A excepción, claro está, de lo que habías comprado. Al llegar al segundo plato me disculpé por la cantidad de comida y le pedí, por favor, algo más liviano, una ommelette. Al abrir la tercera botella nuestra felicidad empezó a ser contagiosa y te atreviste a preguntarme por mis cosas. Te dije que era abogado, que tenía empresas de varios tipos y que me gustaba escribir en mis ratos libres. ¿Casado?. No, conteste a tu pregunta, divorciado. ¿Y tú? Libre como los pájaros, me dijiste. Los hombres solamente servíamos para dar problemas.

Aguarda un momento, Rocío. Me ha entrado la necesidad de servirme una nueva copa de wisky y encender un cigarrillo. Deleitarme con las volutas del humo esparcidas con lentitud en la cargada atmósfera de mi despacho para pensar en todos y cada uno de los momentos mágicos que siguieron a esa comida como si hubiese sido ayer. Recuerdo que al salir te ayudé a llevar las bolsas, que en realidad no pesaban como me creías hacer ver, y casi de forma automática mi brazo libre se recogió sobre tus hombros. Sentí tu mirada de extrañeza en mí pero callaste y seguimos andando en silencio. ¿donde vamos?, me preguntaste haciéndome salir de mi obnubilación involuntaria. Te miré y sin responder te besé en la frente. Nos paramos uno frente al otro en un reto de miradas fijas. “Creo que te equivocas, Miguel. No lo estropees.” Fue lo único que contestaste, con severidad firme que me dejó desarmado e infantilmente indefenso. ¿Quieres que nos vayamos?. Asentiste sin mirarme y alcé la mano ante la llegada de un taxi. Camino del Hotel pasamos por la Rue Royal que era el lugar donde te pensaba llevar y la noche temprana empezaba a caer sobre la ciudad. Al tomar el ascensor me percaté que al día siguiente, era el quinto, te marchabas, y que me iba a despedir como un maldito más que como un agradable conocido. Tengo que reírme al pensar, después de tanto tiempo, Rocío, qué pude hacerte para que tuvieras ese comportamiento.¡ Si el beso se hubiera sellado en tus labios me hubieras llevado a la gendarmerie!. Ahora me lo tomo a bromas, pero en aquél momento tenía ganas de llorar como un niño pidiéndote una explicación. El ascensor se paró en tu planta. Me pediste tus bolsas y al salir me dijiste que encantada de conocerte. Y el ascensor subió con mi soledad y mi rabia. Con mi llanto en la garganta y mi deseo de decirte que creía quererte. ¿Cómo podías ser así? ¿Que te había hecho o dicho ? Al llegar a la habitación sonó el teléfono. Tu voz me desconcertó. En una hora quería tener servida la cena en mi habitación, ordenaste feliz con una voz que supo a gloria. Eres adorable, dijiste al colgar.

¿Qué pensar de esta mujer? ¿Cómo comportarme ante ella?¿Qué me estaba pasando o a qué tipo de juego estaba jugando? Recuerdo que me tiré sobre la cama vestido tal como había llegado. Tomé una botella de wisky del mini bar y bebí de ella mientras buscaba un cigarrillo. No tenía muy clara la situación. sobre todo no tenía nada claro, y era precisamente eso lo que me molestaba, que buscaba provocándola. Si, porque era yo el que de una forma u otra la había buscado y arrastrado a ti a ella. Si tenía necesidad de una aventura no era ese el modo correcto de realizarla para una persona de mi edad. Si fuera una aventura lo que quería aquél día te lo hubiera dicho y en paz. Eramos maduros y con capacidad y libertad para decidir lo que nos convenía. No, Rocío, no. No fue eso lo que me impulsó a estar contigo aquella noche. Inexplicablemente me sentí atraído hacia ti desde el primer momento en el que te vi. Y esas cosas, tú sabes, no tienen explicación. Pasan y ya está. Aunque entre nosotros fuiste tú la que quisiste que pasara. Y quizás fuera lo mejor para los dos. Sobre todo para ti. Lo cierto es que después de tanto tiempo recuerdo con precisión cómo me sentía bebiendo botellines de wisky tirado sobre la cama y en la cabeza un dolor punzante, parecido al bombeo juvenil que provoca la primera relación, y la brecha de aire fresco que sin tu saberlo habías abierto en mi interior. Tuve que hacer un esfuerzo para coger el teléfono y que me pasaran con el servicio de habitaciones. Un poco a rastra tiré de los cincuenta años de mi cuerpo y dejé que el torrente de agua de la ducha me llenara por completo.

Tal postura que tienes en esta fotografía que te acompaño, tenías sobre el dintel de la puerta de mi habitación cuando la abrí. Aunque la ducha me hizo el efecto deseado de relajarme, me sentía aún un tanto nervioso en mi atuendo elegido al voleo. Traje gris marengo de alpaca y camisa celeste sin corbata y los puños cogidos por pasadores negros. El cabello, fuera de costumbre, mojado, parecía más oscuro por ello. Te vi tan hermosa, tan tierna, tan tú y, a la vez, tan mía que tuve que contenerme para no hacerte desaparecer entre mis brazos. Educádamente te besé en la mejilla y el efluvio suave de la colonia de baño humedeció mi cerebro cuando noté que los dedos de tu mano atraían delicadamente mi cara a tus labios y posaste un espejismo que aún recuerdo sobre los míos resecos por la emoción. El destino, ese que suele amargar los instantes más delicados y bellos, nos hizo oír la voz del maître a nuestras espaldas. Habíamos perdido, en un momento, la noción del sitio. Tu rostro se volvió juvenil y juguetón haciendo aspavientos tras la espalda del hombre intentando adivinar el contenido de las distintas bandejas. De nada te valía mi mirada intentando ser severa, pues en verdad de lo que tenía ganas era de jugar contigo como un niño, saltarme las normales reglas de urbanidad y educación y alcahuetear a tu lado. Abrazándote, siempre teniéndote muy cerca de mi. Sintiéndote. El maître, con modales propios de su categoría, nos comentaba en un francés refinado los platos y su contenido ladeando un poco la tapa para que lo observáramos. Tú, Rocío, le escuchabas con los ojos incrédulos redondos sin saber lo que decía. Después de abrir la botella y hacerme probar el rojizo líquido se marchó reverente y poniéndose siempre a nuestra disposición.

Todo fue pasando como en el mejor de los sueños despiertos. Nos desentendimos por un momento de la cena y llenamos nuestros besos de besos. Por primera vez te vi frágil. Besé tus manos con adoración, tu cuello con pasión, tus labios con amor hasta que volviste a ser, de pronto, tú. Me dijiste que te parecía una pijada horrible comer en aquella mesa con tantos platos, vasos y tonterías encima. Me llevaste hasta el sofá, me quitaste la chaqueta y desabrochaste con cierta dificultad dos botones de la camisa antes de de empujarme hacia él. Tatareando te dispusiste a cambiar la decoración. De una cena formal tuviste la habilidad de convertirlo todo en un momento en una merienda de habitación colocando lo imprescindible sobre la moqueta. Brindamos sentados sobre cojines en el suelo y en el color del vino noté el color de tu alma aventurera. El sabor de tus besos no había licor que lo apagara y tu risa me contagiaba mientras comíamos y bebíamos sin guardar forma alguna. Al pasar al postre fui a abrir la botella de champagne y recoger un poco el desarreglo. Te levantaste de un salto para prohibírmelo. Era nuestra noche. Y una noche…con cinco días.

Las noches de amor son difíciles de definir. En primer lugar, por su propio término y el significado del mismo. Y en segundo lugar, porque nada tiene que ver el sexo y el amor con esa noche. Yo le llamaría, al menos a aquella noche, la de la felicidad y de la amistad sin recorte de ningún tipo. Son noches mágicas donde todo es perfecto y todo invita a que lo sea. Donde la risa es más risa, las palabras más sinceras, el roce más cortante y donde los ojos juegan un papel fundamental . Los ojos expresan, en esas noches sobre todo, lo que las palabras, los roces o los besos no pueden expresar. Mientras mayor sea la impotencia de dicción o expresión de estos más se manifiestan en el vocabulario particular de los ojos acuosos, estrellados e iluminados. Yo no sabías prácticamente quién eras, Rocío, pero parecía cómo si te conocíera de siempre y la palabra amor se me escapaba libre y gratuitamente de los labios por mucho que tú intentaras rectificarme. Adorable, me decías cuando te preguntaba qué sentías por mí. Al principio te juro que no lo entendía, incluso me acarreaba la duda de que si yo era una persona adorable más. Ahora sé que estaba equivocado, pero entonces lo recuerdo como si yo estuviera entregándome a ti en primera persona y tú lo hicieras en tercera, en reserva. Recuerdo el primer beso infinito en el tiempo que nos dimos. el baile de mis dedos por tus cabellos crespándose por ello. Tu olor, el sabor de tu piel suave y libre, delicada. Fue todo como un torbellino que no podía tener otra conclusión que el poseernos como sólo pueden hacerlos aquellos que cantan sobre la partitura mágica de la felicidad. Conseguir ser uno en dos sin recato, sin pudor, adorablemente con amor. Sólo cuando, cansada, reposabas en mi brazo parecía que la noche callada vivía y las manecillas del reloj se movían impertinentes. Yo callaba, hasta aguantaba la respiración, para que nada te hiciera pensar en nada. Mantener la magia como se mantiene el rescoldo del fuego. Y te besaba y tú te dejabas besar. Y recorría la autopista etérea de tu cuerpo inoculándote un poco más de felicidad hasta desaparecer nuevamente en uno.

Dormías plácidamente boca abajo peleada entre las sábanas cuando apagué el último cigarrillo. Destellos grises de la mañana se esparcían entre las persianas anunciándola. Era la hora. Me levanté sin hacer ruído en busca de algo fresco que beber. La salita adjunta estaba desmontada después del montaje que le hiciste la noche anterior. Por costumbre de vivir solo recogí platos , vasos y bandejas y los coloqué sobre la mesa. Miré aquello y la habitación a oscura del fondo y me dije si existiría algún remedio o milagro para que lo vivido no se acabara en ese momento. Me costaba trabajo y me dolía en lo más profundo que eso fuera así. Me metí bajo los chorros de agua tibia de la ducha y dejé que mi cabeza y mi cuerpo se dejaran azotar por ellos hasta que sintiera dolor. La cabeza me daba vuelta y sentía fatiga. Me sequé y me afeité mirándome sin verme ante el espejo. Al enjuagarme la cara y echarme el after shave fue cuando me vi reflejado en él. Vi a una persona madura, no mal parecida, sola y con los ojos y las sienes rotas por una situación que pensaba nunca le pudiera suceder. ¿Adorable?. ¿Amor? ¿Qué diferencia había entre estos dos términos? Quizás la palabra amor encerrara elemento de continuidad en el futuro, responsabilidad ante un sentimiento y el adorable fuera una forma de decir lo mismo pero sin ataduras. Ambas limpias. Las dos sentidas hasta sus últimas consecuencias. Llamaste a la puerta y te indiqué que abrieras. Tu cuerpo antes desnudo estaba envuelto en una de las sábanas. Cogí un albornoz para que te lo pusiera pero te echaste hacia mi abrazándome con la cabeza fundida sobre mi pecho. Al rato escuché tus gemidos y sentí tus balbuceos en mi corazón. Besaba tu cabello mirando al techo para que no vieras que mis ojos también lloraba. No recuerdo el tiempo que estuvimos así pero fue el sonido del teléfono del cuarto de baño el que nos desató. Di las gracias y colgué. Tus compañeros están en el comedor, te dije.

Me despedí en la puerta de ti. Te pedí que me excusaras ante tus amigos y me despidieras de tu parte. Cerré la puerta cuando es ascensor cerró las suyas llevándote en el interior. Por un momento, quedé como un tonto tras ella mirando el espacio sin ver ni siquiera mis pensamientos. Me encontraba igual que una botella de champagne, de ese champagne que horas antes habíamos bebido en momentos de felicidad, aguantando en su interior toda su potencia antes de despedir el corcho. Como un autómata me dirigí al mueble bar y tome un botellín del mismo espiritoso a pesar de la hora. O en la mejor hora. Siempre se ha dicho que no hay nada mejor para una noche cansada que un buen champagne. Vi tu mirada sombría intentando hacer una mueca de risa. Vi tu persona en el hueco del elevador como encogida y perdida. Luché conmigo mismo por no sacarte de allí, pero eso hubiera sido ir contra tu libertad. Sabía en el fondo de mi corazón que no había sido un hombre más en una noche más. Sabía que a pesar del poco tiempo algo había calado en tu corazón bajo el cielo de París. Qué imbécil fui al no aceptarlo así. Cuantos dolores del alma me hubiera ahorrado. Pero respondí como corresponde a mi personalidad, a no querer perturbar la voluntad de nadie, a agarrarme a la cuestión vaga de mi edad por no pararte, por no buscarte cuando pude.

Se me vienen ahora tantos recuerdos como en ese día, pero lógicamente suaves y tiernos de mente. Almacenes Lafayette, ¿recuerdas? ¿Claro que si…cómo se te iba olvidar aquella gigantesca cúpula de metal y vidriera que era una entrada al cielo y que desde aquél día empezó a formar un símbolo en nuestras vidas! Me puse de prisa algo por encima y bajé como un poseso al hall con la esperanza de que no te hubieras marchado. Corrí hacia el mostrador y le indiqué a la recepcionista, la misma chica con el peinado a lo Francoise Hardy, un poco jadeante, si habíais salido ya. Negó con los ojos señalándome con su mano derecha los bultos que esperaban para ser recogidos. Te busqué por todos los comedores y cafetería; incluso subí a nuestra planta cerca del firmamento y no estabais. Al bajar de nuevo, algo desorientado, pude verte. Estabais todos ante el mostrador de información alegres y bromeando cómo llegasteis. Parecías ser el centro de atención de todos ellos que te asaetaban con preguntas y chanzas. Incluso creo que vi un gesto fuera de lugar por parte de algunos de tus compañeros y la risa generalizada de todos. No quería que os fuerais sin despedirme, os interrumpí de pronto. Tú te volviste violentamente hacia mi con cara de sorpresa, los otros con expresión de estupor al verse sorprendido en sus comentarios. Les di las manos a todos y dejé caer una sonrisa a ella. Cerca del ascensor me tomaste del brazo con cara preocupada y triste por mi postura. Te pellizqué en la mejilla, ¿recuerdas?, y acaricié por última vez con la palma de la mano tu rostro.

Es hora de cerrar la carpeta de los recuerdos, de mis recuerdos viejos y casi olvidados. Recuerdos que durante el tiempo de escribirte estas sensaciones han rejuvenecidos y me han puesto de nuevo sobre aquella maravillosa semana. A vista pasada todo son objeciones y elucubraciones sobre la forma de actuar en cada momentos, pero la vida está compuesta por ellos y nada a posteriori puede variar el ayer. Sé que son solo míos, los recuerdos. Cada uno tiene una forma de sentir y tasar el pasado, ni mejor ni peor. Únicamente diferente. Eso si, tengo la vana ilusión que de vez en cuando, por cualquier motivo o circunstancia, una nube espesa traiga a tu memoria París, ese París que vivimos tu y yo. Un hotel, el Regency París Etoile, unas tiendas, una cafetería en la planta en la planta 34, Bar La Vue, donde volamos por entre las calles y tejados de la ciudad; unos nombres que desde entonces se hicieron mágicos e importantes como Maurice o Piérre…. Y una persona, Miguel. Ese mismo Miguel que ahora entrecierra en el recuerdo aquellos CINCO DÍAS Y UNA NOCHE.. Y CINCO AÑOS para seguir llevándote en el corazón. Ahora ya, a mis cincuenta y ocho años, me siento más tranquilo y joven como para buscar, para buscarte y si me lo permites vivir UN ENCUENTRO ESPERADO. Mil gracias, Rocío por lo que me diste.