jueves. 25.04.2024
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La Pasión: entre lo ético, lo estético y lo religioso

La Pasión: entre lo ético, lo estético y lo religioso

Andan por las calles de España multitud de personas a la caza del instante sublime. Husmeando en la publicidad o en el chismorreo de otros, persiguen la belleza que contendrá un icono, en tal hora y en tal sitio, acompañadas de un fervoroso pueblo que será testigo del esfuerzo de unos pocos bajo las trabajaderas y que será inmortalizado en un video o en una foto que se llevarán a casa como trofeo por haber sido testigos oculares de un prodigio: de algo gozoso.
La Semana Santa es en primer lugar una oportunidad de negocio para muchos sectores, lo que no implica la existencia de un goce estético que epata a un buen sector de la población autóctona o extranjera un año tras otro.
Es indudable que en esta manifestación religiosa tan extendida en España y en algunos países latinoamericanos, hay un fondo de tradición, un poco de fe y un mucho de espectáculo multitudinario en donde el pueblo llano y los regidores se mancomunan como iguales. Es decir, como por ensalmo, cada cual aparca los problemas cotidianos para formar parte de un todo que lo identifica como barrio, como pueblo o como personas pertenecientes a un territorio que los hace singulares y únicos.
Y esto no es malo, no, siempre que seamos conscientes de ello. Las procesiones tienen un sentido teológico, una mística, un poso religioso que acompañado de la música o del silencio absoluto en su caso... del esfuerzo de los costaleros, de la vistosidad de los Pasos, del valor artístico de las tallas o de la fama que hayan cosechado con los años... hace posible, sin que nos demos cuenta, que en la retina de la ciudadanía siga calando un sentido medieval de la vida poco o nada acorde con los tiempos que padecemos, por utilizar un apelativo lábil.
No hablo de estética, que la hay y a raudales, en cualquier esquina del sur de la piel de toro, de Extremadura, de Levante, de la Castilla profunda o de otros lugares del territorio.
Pero yo quiero hablar de ética, de lo que debiera haber y no hay, de lo que no se ve. Porque esa belleza indudable es tal que transmuta nuestra percepción de las cosas hasta dejarnos ciegos y faltos de raciocinio. Es verdad que la razón no lo es todo ni debe serlo. Que los sentimientos no han de ser pautados por medidas o códigos. Pero también es cierto que hemos de ser cautos o caeremos en la complacencia de los sentidos y eso tiene algo de engañoso. Es como el sediento que ve oasis en donde no los hay. O el ciego que sueña pensando que lo ve todo. No, no. Hay mucho más detrás de estos acontecimientos religiosos. Mucho más y no es hermoso.
Hay dolor y sufrimiento: el que alegorizan los hombres y mujeres que portan el peso de los dioses, tal como en la vida ordinaria. Hay ostentación y vanagloria escenificados por los representantes en la tierra de los que todo lo pueden, engalanados con finas telas bordadas con hilos de oro y rodeados de incienso milagroso, mientras que los que nada tienen siguen conservando el hambre y la escudilla en la mano a ver si con la gente que se agolpa tras los Pasos pueden hacer el agosto y comer mañana.
Hay connivencia por parte de los que ejercen el poder, sin duda. Más o menos obligada por el ejercicio del cargo representativo que ostentan, en nombre de todos, creyentes o no, pero la hay porque con su presencia legitima la existencia de otro mundo en donde se remediarán los males que nos aquejan en éste, y que sus erráticas políticas no aciertan a resolver: esa etérea creencia de que después de muertos alcanzaremos el bienestar que aquí perdimos y nos serán redimidos los pecados haciendo de nosotros hombres y mujeres nuevos. Pero no aquí, no. Aquí no. En el reino de los cielos.
La Cruz, la verdadera cruz, es la que pasan millones de personas para encontrar un pedazo de pan que llevarse a la boca. Lo demás es estética; puede que gloriosa belleza si lo desean, pero nada más. Y en este caso concreto, sin duda, también dogmatismo religioso. Mucho.

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